
Las mujeres y el poder, Por Cristina Martínez Martín
Las mujeres y el poder
Por Cristina Martínez Martín
Estaba viendo la serie de Netflix «Diplomática» con una mezcla de curiosidad y escepticismo cuando, casi sin proponérmelo, empezaron a surgir algunas reflexiones.
En la ficción, Estados Unidos nombra a una mujer embajadora en el Reino Unido: uno de los cargos más importantes de la diplomacia internacional, jamás ocupado por una mujer en la vida real. ¡Ojalá así fuera! Pero no lo es. Desde 1960, apenas el 9 % de los embajadores estadounidenses han sido mujeres, y casi siempre destinadas a países de escasa relevancia estratégica.

Al repasar la historia, el panorama no cambia demasiado. Muy pocas mujeres han alcanzado puestos clave en los gobiernos del mundo. Sin embargo, las que lo lograron dejaron huella, demostrando que se puede gobernar en momentos críticos sin que los conflictos desemboquen en una guerra mundial: esa espada de Damocles que hoy pende sobre nosotros.
Golda Meir, primera ministra de Israel, supo conducir con firmeza y tacto una crisis delicadísima. Indira Gandhi, en la India, sentó las bases de un país más moderno, progresista y justo. Ellen Johnson Sirleaf, presidenta de Liberia de 2006 a 2018, recibió el Nobel de la Paz por su labor en favor de la igualdad. Michelle Bachelet, presidenta de Chile tras una dictadura difícil de perdonar, eligió la paz sobre la revancha y sacó al país de la parálisis política. Angela Merkel gobernó Alemania con inteligencia, discreción y excelencia. Benazir Bhutto fue asesinada, como Indira Gandhi, por atreverse a implantar en Pakistán un sistema más justo.
Pese a estos ejemplos admirables, la creencia de que las mujeres somos menos capaces, menos inteligentes, menos decididas y menos eficaces que los hombres sigue incrustada en la conciencia colectiva. Sospecho que Hillary Clinton y Kamala Harris no alcanzaron el éxito que esperaban —y merecían—, en gran parte por el hecho de ser mujeres.



Las que crecimos en los años setenta y ochenta fuimos las primeras en acceder a carreras universitarias antes vedadas, pero seguimos teniendo como meta el matrimonio, los hijos y, por encima de todo, el bienestar familiar.
Un dilema que los hombres rara vez se plantean es el de conciliar vida familiar y trabajo. Para ellos, lo prioritario suele ser la carrera profesional; para nosotras, la familia. Esa diferencia nos resta disponibilidad y libertad.
Pero hay algo que nos distingue: en general, no buscamos la guerra, sino el consenso. No vemos la confrontación como un campo de batalla, sino como una mesa de diálogo.
Quizá, algún día, el mundo se atreva a dejar en manos femeninas los grandes botones de decisión. Tal vez entonces descubramos que el verdadero poder no está en imponerse, sino en construir. Y que la paz, lejos de ser una utopía, podría ser simplemente una forma distinta —y más humana— de gobernar.
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