Por Cristina Martínez Martín

Atrapados: En esta época, la imagen lo es todo.

Vivimos en la época en la que importa más parecer que ser. La imagen lo es todo. Si ya en el pasado la moda nos empujaba hacia modelos imposibles, como fue el caso en los años sesenta de Twiggy, aquella muchacha anoréxica todo hueso y piel, hoy todavía es peor.  Vivimos pegados al móvil y, por lo tanto, a la imagen de unos modelos imposibles de imitar.

De nada vale el consejo de nuestras madres: a los hombres les gusta tener donde agarrar porque también los hombres están mediatizados hoy en día al igual que las mujeres por esos ideales flacos, imposibles y artificiales.

De ahí a los excesos de la cirugía estética. En ciertos grupos de amigas todas se parecen tanto que es difícil distinguirlas.  Eso no procede de la casualidad ni de la coincidencia. Es evidente que todas acudieron al mismo cirujano.

Es verdad que a veces puede ayudar en casos de extrema reacción exterior el arreglar ciertos rasgos disparejos. Sin embargo, las diferencias son lo que nos hace únicos y cuando borramos esas supuestas imperfecciones estamos logrando el objetivo opuesto. Valga como ejemplo que la belleza de Bárbara Streisand reside en su nariz, la de Julia Roberts en una boca en exceso grande y la de Frida Kahlo en sus cejas unidas en el entrecejo.  

Además del gasto innecesario, del derroche de medios y de la ocupación de espacios esenciales para cirugías necesarias, no se habla de las consecuencias. Hay gente que muere en el quirófano a consecuencia de esas operaciones. Gente que queda deforme o con secuelas que les dejan enfermos el resto de su vida mientras que otros mueren por estar los quirófanos ocupados…

La belleza no consiste en unos determinados rasgos físicos. Como se ha visto a lo largo de la historia esos rasgos han ido cambiando.

Por ejemplo, a principios del siglo XX se llevaban las mujeres carnosas y en la época de Twiggy los esqueletos ambulantes; en la antigüedad la tez blanca era rasgo de belleza y la gente se ponía en la cara polvos con plomo. En el siglo XVIII se envenenaban con polvos de arsénico en las caras. Me cuesta imaginar las consecuencias a medio y largo plazo de esos polvos sobre la piel además de acarrearles la muerte, pero, por contraste, a finales del siglo XX se llevaba el bronceado y las mujeres se quemaban al sol.

En lugar de trabajar el interior para ser cada vez más dueños de nosotros mismos, retocamos la fachada hasta dejarla irreconocible y descuidamos el interior. De este modo, olvidamos lo esencial: la belleza consiste en estar bien consigo mismo, aceptarse y transmitir ese bienestar al exterior.

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